Rentabilidad y fidelidad al don recibido

Fidelidad al don recibido

Artículo publicado en Alfa & Omega – septiembre 2025

La verdadera rentabilidad no se mide en porcentajes, sino en administrar con coherencia lo que Dios nos ha confiado. Vivimos en la inmediatez. Las estadísticas dicen que probablemente un 60 % de quienes empiezan a leer un artículo lo abandonan antes del final. Si eres del 40 % que cultiva la paciencia y busca algo más que lo inmediato, te invito a quedarte: hablaremos de fe e inversión.

Una de las experiencias más difíciles de la vida cristiana es darnos cuenta de que lo que tenemos no es tanto fruto de nuestro mérito como un don recibido. ¿Somos realmente dueños de nuestros talentos, de nuestra inteligencia, de nuestra capacidad de trabajar y producir, o más bien administradores de algo confiado? La respuesta cambia nuestra manera de vivir. Si todo es don, entonces estamos llamados a cultivarlo, multiplicarlo y ponerlo al servicio de los demás.

Con las inversiones ocurre lo mismo. Nuestro patrimonio —heredado, fruto del esfuerzo o encomendado para administrar— no es neutral. Puede ser usado para construir o para destruir, para servir al bien común o para negarlo. El dinero habla, y revela a quién servimos. El dilema es actual: ¿invertimos según la lógica cristiana o dejamos que la tibieza nos acomode en la orilla de la conveniencia?

La doctrina social de la Iglesia nos recuerda que la economía es siempre un ámbito moral, y que la inversión no puede desligarse de esa verdad. Cada decisión financiera apoya a empresas y sectores. Y ahí está el riesgo: nuestro dinero puede terminar sosteniendo prácticas que contradicen al magisterio y ponen en entredicho nuestra coherencia. ¿Tiene sentido invertir? ¿Y si con mis ahorros estoy apoyando o me estoy lucrando de empresas que activamente promueven el aborto entre sus empleadas o que atenten abiertamente contra la libertad religiosa? Invertir es lícito y legítimo. Lo que marca la diferencia es cómo lo haces, porque no podemos vivir de espaldas a la verdad de que todo don nos ha sido confiado para dar fruto. El capital no puede ser estéril ni ponerse al servicio de lo contrario al Evangelio. Cada vez más, el inversor cristiano busca activamente que sus inversiones no entren en conflicto con la promoción de la vida, la familia, la dignidad humana y el cuidado de la creación en el sentido integral que propone la Iglesia.  

Las parábolas nos ayudan a verlo con claridad. La de los talentos toca el corazón de este tema. Dios espera que hagamos rendir lo que nos confía. No se trata de enterrar nuestro patrimonio, de paralizarnos por miedo o de justificar nuestra pasividad. La fidelidad pasa por la creatividad, el riesgo y la valentía. El cristiano no es un inversor pusilánime: es alguien que sabe mirar más allá, que se atreve a «remar mar adentro» («duc in altum»), convencido de que su esfuerzo y su dinero pueden ser instrumentos de santidad y transformación social.

Por eso, la pregunta decisiva no es si tenemos mucho o poco, sino si administramos en coherencia. La alternativa existe: se llama inversión coherente con la fe (o faithful investing en inglés). Consiste en alinear la inversión con la fe para evitar la incoherencia que muchas veces oscurece nuestro testimonio. No se trata de moralismos, sino de libertad. El dinero solo se convierte en esclavitud cuando lo dejamos gobernar; cuando lo ponemos en su sitio, puede ser un instrumento estupendo de testimonio cristiano y de servicio al bien común.

Al final, parafraseando a santa Teresa de Calcuta, la verdadera rentabilidad no se mide en porcentajes, sino en fidelidad al don recibido. Invertir según la doctrina social de la Iglesia no es solo posible: es necesario. Cada vez más cristianos apuestan por poner todo lo posible de su parte, sin escurrir responsabilidades, comprometiéndose con su fe incluso en lo económico. Yo solo puedo sumarme a esa actitud vital y, como decía Julián Marías, «por mí, que no quede».

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